El bardo siguió
su camino, marchándose sin despedirse, pues, ¿qué más daba? Les había regalado
una historia que atesorarían como si fuera oro, pese a que, seguramente, al
despertar ya no la recordaran, pero aún así la contarían. Eso era lo bueno de
las historias, ¿no?
El sol aún no
había salido, pero ya iluminaba el cielo de un pálido azul. El frío calaba bajo
las capas de pieles que llevaba como abrigo. Le esperaba un largo camino, un
camino sin fin, pues jamás podría acabarlo. Esa era la maldición, y al mismo
tiempo suerte, de la gente como él, los cuentacuentos. Podría caminar sin
descanso mil años y nunca llegaría a su destino, nunca tendría un hogar ni un
lugar en el que quedarse a morir, el mundo entero era suyo, pero así mismo, él
era del mundo entero, su alma se hallaba repartida entre las miles de personas
que habían oído sus historias. Pero ese era su sueño, Fragmentarse hasta el
punto de que ya no quedara nada de sí mismo. Ya ni la noche con sus horribles
monstruosidades ni los hombres con su brutalidad le producían pavor alguno, los
conocía, sabía cómo eran los humanos, y sabía, mejor que nadie, como era la
noche, ya que esta había sido su hogar de retiro en innumerables ocasiones.
Pero aún así, no se atrevía a decir adiós, siempre se marchaba bajo la bruma de
la oscuridad previa al amanecer o entre promesas de que regresaría. Y jamás
miraba atrás. No era su intención romper su palabra, pero sabía que aunque
quisiera, sería su propia naturaleza la que se lo impediría. No era de los que
regresaban, no era capaz, no debía aferrarse a nada (ni a nadie) salvo a sus
historias, vivía por y para ellas, pues eran lo único que poseía, siendo estas
más valiosas que todo el oro que los hombres pudieran ansiar. Las historias le
mantenían con vida, y él hacía lo mismo con ellas.
14/10/14
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