martes, 14 de octubre de 2014

El cuentacuentos.

El bardo siguió su camino, marchándose sin despedirse, pues, ¿qué más daba? Les había regalado una historia que atesorarían como si fuera oro, pese a que, seguramente, al despertar ya no la recordaran, pero aún así la contarían. Eso era lo bueno de las historias, ¿no?
El sol aún no había salido, pero ya iluminaba el cielo de un pálido azul. El frío calaba bajo las capas de pieles que llevaba como abrigo. Le esperaba un largo camino, un camino sin fin, pues jamás podría acabarlo. Esa era la maldición, y al mismo tiempo suerte, de la gente como él, los cuentacuentos. Podría caminar sin descanso mil años y nunca llegaría a su destino, nunca tendría un hogar ni un lugar en el que quedarse a morir, el mundo entero era suyo, pero así mismo, él era del mundo entero, su alma se hallaba repartida entre las miles de personas que habían oído sus historias. Pero ese era su sueño, Fragmentarse hasta el punto de que ya no quedara nada de sí mismo. Ya ni la noche con sus horribles monstruosidades ni los hombres con su brutalidad le producían pavor alguno, los conocía, sabía cómo eran los humanos, y sabía, mejor que nadie, como era la noche, ya que esta había sido su hogar de retiro en innumerables ocasiones. Pero aún así, no se atrevía a decir adiós, siempre se marchaba bajo la bruma de la oscuridad previa al amanecer o entre promesas de que regresaría. Y jamás miraba atrás. No era su intención romper su palabra, pero sabía que aunque quisiera, sería su propia naturaleza la que se lo impediría. No era de los que regresaban, no era capaz, no debía aferrarse a nada (ni a nadie) salvo a sus historias, vivía por y para ellas, pues eran lo único que poseía, siendo estas más valiosas que todo el oro que los hombres pudieran ansiar. Las historias le mantenían con vida, y él hacía lo mismo con ellas.

14/10/14

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