lunes, 27 de abril de 2015

Fragmento del primer todo.

Antes de nada quiero dejar claro que esto es un fragmento de un experimento que he hecho, no puede haber ni separación entre párrafos ni rectificaciones. Escribir conforme se piensa. Es simple. Por eso quizás la estructura y la redacción no son muy elaboradas.



  Abrió pausadamente los ojos, sintiendo como la luz, que se colaba a través de las translucidas cortinas, le provocaba un ardor sorprendentemente reconfortante. Luz. Echaba de menos la luz. De pronto, se sobresaltó. Luz. No podía ser, debía ser un sueño, pero todo era demasiado real como para que fuera así. Lentamente, como temeroso de romper el hechizo que le estaba otorgando nuevamente la visión, se incorporó en el lecho. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que pudo ver el mundo que le rodeaba y se vio forzado a refugiarse en su interior. Pletórico, saltó de la cama. El miedo había desaparecido. ¡Volvía a ver! Podía distinguir los colores, ¡y qué colores! Cada objeto con su tonalidad. Las sábanas con ese naranja que incitaba al sueño. Naranja. Sus sábanas eran naranjas y ahora lo descubría. Se acercó incrédulo a la ventana y pudo ver como se extendía ante su recuperada vista una extensión verde y azul. Bosque y cielo. El bosque por el que le gustaba pasear cuando era niño. Llevaba viviendo en esa casa desde el accidente causante de su separación del mundo exterior. La casa de su infancia. Qué grande se le antojaba el día anterior. Que pequeño veía el bosque ahora. Salió enérgicamente del dormitorio,  como quien acaba de ser padre. Podía ver. Aún no lo creía posible, pero negar lo evidente es de necios. Ahora podría viajar. Podría ver realmente el mundo. No era tarde, tenía tiempo. Sí. Decidió llamar a un taxi para que le llevara a alguna agencia de viajes. ¡Leer! También podría leer. La mayoría de libros nadie se molesta en traducirlos a braille. Desde la oficina le dijeron que el taxi llegaría en media hora, pues se encontraba algo alejado del resto de la ciudad. Decidió darse una ducha, pero al entrar en el baño se miró en el espejo. Era viejo. Demasiado viejo. Su rostro surcado de arrugas contenía a los dos pozos donde se hallaban sus ojos. Su piel, holgada, no hacía más que recordarle los años que había pasado sin vista. Daba igual. Todo eso daba igual. Lo importante era el presente: podía ver. Se dio una fugaz ducha y salió a la puerta a esperar al taxista que iba de camino a su casa. Miró a su alrededor. El cielo, de un azul más intenso del que podía recordar, le sonreía, recibiéndole de nuevo. Respiró profundamente y hasta el aire le pareció otro. Más vivo. Más. El taxi llego entre una preciosa nube de polvo por la que se reflejaban los rayos del sol. El mundo era precioso. Sí. Abrió la puerta y se acomodó en el asiento trasero. Saludó al chófer y supo que siempre recordaría su faz. Una cara. El taxi aceleró de nuevo. Tardarían aproximadamente tres cuartos de hora hasta la agencia de viajes, así que se arrebujo en su chaquetilla de lana y decidió dormir durante el trayecto, pues se había despertado antes de lo que acostumbraba. Inspiró profundamente mientras miraba por la ventanilla como desfilaban los arboles al borde de la carretera. Le daban la bienvenida y le escoltaban durante el camino que marcaría un antes y un después en su vida. Cerró los ojos e intentó dormir. De pronto se hallaba de nuevo en su cama. Un sentimiento de temor invadió todo su ser. Abrió los ojos. Oscuridad. Pulso el despertador de su mesita que decía la hora por un altavoz que contenía. “Doce y dieciocho a eme” No. No, se repitió. No podía ser. La desesperación invadió todos los rincones de su ser, produciéndole una amargura como nunca antes había sentido. Removiéndose entre la ira decidió algo. Tomó una determinación. Palpó la mesita de noche hasta que encontró el bastón que reposaba apoyado en ella. Lo extendió y se alzó de la cama. Temblorosamente comenzó a andar. La estancia estaba completamente en silencio excepto por su respiración tensa y el ruido producido por el extremo de aquello que usaba como apoyo al chocar contra todo objeto en su camino. Al fin llegó a su destino. Supo, gracias a la ráfaga de aire que le recibió, que el balcón estaba abierto. Dejo caer el bastón de forma que cualquiera podría haber dicho que fue un accidente. Puso las manos, ya firmes, sobre la baranda y pasó una pierna sobre ella. Después la otra. Se hallaba encaramado al balcón por la parte exterior. Realizó una última inspiración y abrió las manos, cayendo al vacío. 
3-3-15
Iván.

miércoles, 15 de abril de 2015

Fragmento del primer todo.



Antes de nada quiero dejar claro que esto es un fragmento de un experimento que he hecho, no puede haber ni separación entre párrafos ni rectificaciones. Escribir conforme se piensa. Es simple. Por eso quizás la estructura y la redacción no son muy elaboradas.



  Abrió pausadamente los ojos, sintiendo como la luz, que se colaba a través de las translucidas cortinas, le provocaba un ardor sorprendentemente reconfortante. Luz. Echaba de menos la luz. De pronto, se sobresaltó. Luz. No podía ser, debía ser un sueño, pero todo era demasiado real como para que fuera así. Lentamente, como temeroso de romper el hechizo que le estaba otorgando nuevamente la visión, se incorporó en el lecho. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que pudo ver el mundo que le rodeaba y se vio forzado a refugiarse en su interior. Pletórico, saltó de la cama. El miedo había desaparecido. ¡Volvía a ver! Podía distinguir los colores, ¡y qué colores! Cada objeto con su tonalidad. Las sábanas con ese naranja que incitaba al sueño. Naranja. Sus sábanas eran naranjas y ahora lo descubría. Se acercó incrédulo a la ventana y pudo ver como se extendía ante su recuperada vista una extensión verde y azul. Bosque y cielo. El bosque por el que le gustaba pasear cuando era niño. Llevaba viviendo en esa casa desde el accidente causante de su separación del mundo exterior. La casa de su infancia. Qué grande se le antojaba el día anterior. Que pequeño veía el bosque ahora. Salió enérgicamente del dormitorio,  como quien acaba de ser padre. Podía ver. Aún no lo creía posible, pero negar lo evidente es de necios. Ahora podría viajar. Podría ver realmente el mundo. No era tarde, tenía tiempo. Sí. Decidió llamar a un taxi para que le llevara a alguna agencia de viajes. ¡Leer! También podría leer. La mayoría de libros nadie se molesta en traducirlos a braille. Desde la oficina le dijeron que el taxi llegaría en media hora, pues se encontraba algo alejado del resto de la ciudad. Decidió darse una ducha, pero al entrar en el baño se miró en el espejo. Era viejo. Demasiado viejo. Su rostro surcado de arrugas contenía a los dos pozos donde se hallaban sus ojos. Su piel, holgada, no hacía más que recordarle los años que había pasado sin vista. Daba igual. Todo eso daba igual. Lo importante era el presente: podía ver. Se dio una fugaz ducha y salió a la puerta a esperar al taxista que iba de camino a su casa. Miró a su alrededor. El cielo, de un azul más intenso del que podía recordar, le sonreía, recibiéndole de nuevo. Respiró profundamente y hasta el aire le pareció otro. Más vivo. Más. El taxi llego entre una preciosa nube de polvo por la que se reflejaban los rayos del sol. El mundo era precioso. Sí. Abrió la puerta y se acomodó en el asiento trasero. Saludó al chófer y supo que siempre recordaría su faz. Una cara. El taxi aceleró de nuevo. Tardarían aproximadamente tres cuartos de hora hasta la agencia de viajes, así que se arrebujo en su chaquetilla de lana y decidió dormir durante el trayecto, pues se había despertado antes de lo que acostumbraba. Inspiró profundamente mientras miraba por la ventanilla como desfilaban los arboles al borde de la carretera. Le daban la bienvenida y le escoltaban durante el camino que marcaría un antes y un después en su vida. Cerró los ojos e intentó dormir. De pronto se hallaba de nuevo en su cama. Un sentimiento de temor invadió todo su ser. Abrió los ojos. Oscuridad. Pulso el despertador de su mesita que decía la hora por un altavoz que contenía. “Doce y dieciocho a eme” No. No, se repitió. No podía ser. La desesperación invadió todos los rincones de su ser, produciéndole una amargura como nunca antes había sentido. Removiéndose entre la ira decidió algo. Tomó una determinación. Palpó la mesita de noche hasta que encontró el bastón que reposaba apoyado en ella. Lo extendió y se alzó de la cama. Temblorosamente comenzó a andar. La estancia estaba completamente en silencio excepto por su respiración tensa y el ruido producido por el extremo de aquello que usaba como apoyo al chocar contra todo objeto en su camino. Al fin llegó a su destino. Supo, gracias a la ráfaga de aire que le recibió, que el balcón estaba abierto. Dejo caer el bastón de forma que cualquiera podría haber dicho que fue un accidente. Puso las manos, ya firmes, sobre la baranda y pasó una pierna sobre ella. Después la otra. Se hallaba encaramado al balcón por la parte exterior. Realizó una última inspiración y abrió las manos, cayendo al vacío. 
3-3-15
Iván.

jueves, 9 de abril de 2015

Jazz



Hacía un par de horas, quizás más, que había anochecido. Caía una fina llovizna que no llegaba a empapar por falta de fuerzas, pero que era capaz de forzar a aquellos que aún deambulaban a buscar cobijo. Había varias opciones a pesar de no ser víspera de festivo. Un viejo bar rebosante de almas cansadas sin vida en sus ojos, del que salía un humo con olor a alquitrán. Las nubes de gas se elevaban, penosamente debido a la lluvia, hacia el oscuro cielo que cubría la noche vacía. “Nunca hay estrellas en las ciudades” se dijo. A parte de ese antro, solamente otro local le llamó la atención, de él surgía un lento jazz que le envolvió y le sedujo hacia su interior. Al entrar, una anaranjada luz le iluminó el mojado rostro.

El interior, idéntico al de todos los locales de aquel estilo, le reconfortó. Un piano sonaba acompañado por una melancólica trompeta. “Curioso”, reflexionó. Pensaba que el jazz únicamente era bueno expresando alegría, ¿cómo podría aquel dueto en conjunción hacerle rememorar tales recuerdos? Cerró los ojos, frotándolos, como si con ello pudiera borrar las evocaciones que se habían formado en su retina.
Pesadamente, se arrastró hasta una de las mesas rodeadas casi por completo por un mullido sofá de tonos burdeos, donde se dejó caer, aguardando a que llegara la camarera a tomarle nota. En ese breve lapso de tiempo, pudo observar cómo se contraían los músculos del trompetista pese al lento ritmo que llevaba. Sudaba. Estaba vaciándose en aquellas profundas notas. Pidió un bourbon, el cual le fue servido con sorprendente ligereza. Agitó el vaso con los hielos, haciéndolos sonar contra las paredes de cristal que los contenían. Elevó el licor hasta sus labios, sintiendo como calentaba su interior, y cerrando los ojos para disfrutar de ese alma hecha música.
31-3-15
Iván