Fragmentos
sábado, 12 de noviembre de 2016
miércoles, 10 de agosto de 2016
Miedo
No
tengo miedo de morir.
Tengo miedo
de mirar al pasado,
con reproche,
nostálgico,
y pensar que
lo mejor de mi tiempo
sólo son recuerdos.
De asistir a los funerales
de aquellos
que formaron parte,
y no al mío.
De sentir
que he desperdiciado
aquello que me fue dado.
Que he malgastado
esos instantes
que podrían haber sido únicos.
Miedo
de reconocer al tiempo
como inmutable vencedor,
y a la muerte,
como única seguridad.
De mirar al futuro
sin esperanza.
De dejarme envenenar
como
si no lo hubiese hecho ya.
De luchar en vano.
De dormir demasiado.
Tengo
miedo al rechazo,
al
no,
al
fracaso.
Y
tengo muchísimo miedo
al
olvido.
Y no
hablo del mío,
ese,
me la suda.
Simplemente
no quiero
que todo
se convierta
en un puñado de fragmentos,
de canciones perdidas,
de momentos abandonados.
Cualquiera diría,
que lo que más temo,
por encima de todo,
es a la vida.
Pero se equivocarían,
es a la rendición.
Iván
07/16
lunes, 6 de junio de 2016
jueves, 22 de octubre de 2015
He vuelto. Más o menos.
Quizás sea la noche
de mis días.
Quizas sea el cansancio.
De hablar.
De gritar.
De escribir mentiras.
De sentir que todo lo que pueda decir
ha sido ya dicho
y de mejor forma.
Que todo
ha sido ya sentido.
De vaciarme.
O simplemente, quizás,
me haya vuelto tan gilipollas
para no saber, en absoluto,
poner una palabra
detrás
de otra.
Cómo pretendo
siquiera intentarlo.
Si no tengo ni idea
de hacerlo.
Ni he tenido.
Ni tendré.
Limitarme
a no tener voz.
A asquearme.
A sentir que todo
es una copia de todo.
Que somos.
Resignarme
a la cotidianidad de lo absurdo.
No poder más que lamentarme
por el penoso espectáculo
que damos.
Revolviéndonos,
moribundos,
en el fango.
de mis días.
Quizas sea el cansancio.
De hablar.
De gritar.
De escribir mentiras.
De sentir que todo lo que pueda decir
ha sido ya dicho
y de mejor forma.
Que todo
ha sido ya sentido.
De vaciarme.
O simplemente, quizás,
me haya vuelto tan gilipollas
para no saber, en absoluto,
poner una palabra
detrás
de otra.
Cómo pretendo
siquiera intentarlo.
Si no tengo ni idea
de hacerlo.
Ni he tenido.
Ni tendré.
Limitarme
a no tener voz.
A asquearme.
A sentir que todo
es una copia de todo.
Que somos.
Resignarme
a la cotidianidad de lo absurdo.
No poder más que lamentarme
por el penoso espectáculo
que damos.
Revolviéndonos,
moribundos,
en el fango.
20/10/15
domingo, 17 de mayo de 2015
Hasta la polla.
Joder. Por tópico que sea, es. Todos
queremos un mundo genial y mejor sin cambiar nuestros hábitos ni mover un dedo.
No queremos guerras pero bueno, queremos gasolina y si el país que tiene el
petróleo no nos lo vende habrá que obligarle. Pero oye, las guerras son malas. Queremos igualdad cuando miramos
al de arriba pero lo olvidamos cuando vemos alguien que está por debajo.
Apartamos la vista para evitar un cruce de miradas cuando pasamos junto a un mendigo como si sus
ojos tuvieran el poder de reflejarnos y recordarnos nuestra propia hipocresía.
Nos lamentamos cuando sale en la tele eso que designamos como tercer mundo pero
en cuanto emiten un anuncio de un champú o un coche mejores, pensamos en
comprarlo. Unas vacaciones, pensamos en ir. Hasta ahí llega nuestra conciencia.
Unos colores brillantes por una pantalla nos hacen olvidar el sufrimiento y el
dolor que acabamos de ver. Podemos ser una de las peores especies. Da igual que
otros se coman a los suyos, da igual que un animal se pelee con otro por una
hembra. Porque bien que nos gusta sentirnos especiales alegando que ellos
tienen instinto y nosotros raciocinio. Aun suponiendo que esto sea así, que a
veces seriamente lo dudo, no hace más que agravar la situación. Somos
conscientes de la barbarie que cometemos, y aun así lo hacemos y no movemos un dedo para
evitarlo. Joder. Al pueblo no se le puede dar lo que pide. Sino lo que
necesita. “¿Quiénes son cinco personas para decidir por otras mil que les
conviene?” Me han dicho. ¿Y quiénes son cinco médicos para decidir por mil
enfermos que les conviene? Pero claro. Sofismo. Si un partido político
cometiera la temeridad de elaborar un programa en el que se hiciera lo
necesario para mejorar el bien común y global, ¡daría lo mismo! La gente
tendría otros cien para elegir que sí prometen lo que quieren oír. Por dios. La
verdad ya no se valora hoy día, pues para ser tan sumamente inteligentes y
desarrollados tenemos una memoria comparable a la de un pez. Y ojo, no hablo
del comunismo. Estoy completamente en contra de él. Y también del capitalismo.
El primero, por la falta de motivación personal para progresar que produce en
las personas. Del segundo, por la brecha que crea entre los distintos sectores
de la sociedad. ¿Para qué voy a dedicarle horas extras a inventar algo si no
podré crear una empresa para comercializarlo y hacerme rico? ¿Para qué si
trabajando mis ocho horas ya tendré lo mismo que todos los demás? Advierto que
no he leído ningún libro sobre lo uno ni sobre lo otro, pero. Los humanos no
somos hormigas. No podemos vivir en completa igualdad. Pero tampoco debemos ser
depredadores caníbales que nos aprovechamos del débil para hacernos nosotros
más fuertes. Y otra. Joder. Estamos ciegos. Voluntarios o forzados, lo estamos.
¿Dónde cabe que un futbolista gané más en un día que el premio al mejor físico
joven de España? Por supuesto, hay que ver lo tonto que soy, lo primero es cien
mil veces más importante, ya que, total, mueve más dinero. Y así nos va. Ya no
hablo de la fuga de cerebros que se está dando en España. Me importa una
mierda, nunca he sido demasiado patriótico. Hablo de que tenemos los días
contados. Nos estamos cargando la tierra y mientras, en lugar de impulsar lo
único que puede salvarla, y por ende, salvarnos, lo damos de lado y nos cegamos
con deportes de masas y realities hechos por, y para, retrasados mentales. Y
oye, ¿os imagináis de que se trata de una enfermedad biológica extendida para
volvernos tan retrasados que hagamos morir a nuestro propio hogar y así
acabemos extintos antes de salir ahí fuera? Es una posibilidad, de ciencia
ficción, por supuesto, pero no se os ocurra decirme que no lo parece también el
camino que hemos tomado. Si lo ves con sangre fría, más parecemos parásitos
devorando y destrozando nuestro huésped que unos seres desarrollados e
inteligentes. El mundo se va a la mierda, y nosotros con él, pero estoy seguro
de que más de uno se irá con los ojos puestos en un balón o con el mando sujeto
en las manos. Nunca reaccionamos hasta que no es demasiado tarde, lo podemos
comprobar constantemente. Pero estamos acostumbrados a las constantes segundas
oportunidades. No te arrepientes cuando tu relación se enfría y os distanciáis,
sino cuando pierdes a tu pareja por completo. No dejas de fumar hasta que estás
al borde de la muerte por el tabaco o sufres un cáncer, no cuando notas que
pierdes resistencia física y salud. No te echas crema solar hasta que por lo
menos has notado el dolor de las quemaduras una vez. Pero somos animales de
costumbres. A la larga todas esos castillos de promesas para recuperarla se
convertirán en nubes que se llevará el viento del tiempo. A la larga, muy
probablemente vuelvas a fumar, porque oye, ya has pasado una enfermedad, seguro
que pasas otra. Y seguro que el próximo verano, se te vuelve a olvidar echarte
crema desde el primer día. Sin embargo, ocurre algo. Desgraciadamente la Tierra
no es una pareja enamorada ni unas células que se regenerar ni una madre que
nos recuerde que nos echemos crema. No existen perdones ni medicamentos ni
after-sun para ella. Aquí si la cagamos, la cagamos pero bien. Y no sólo para
nosotros. Ya que al fin y al cabo nuestras acciones cotidianas sólo nos afectan
a nosotros y a los que nos rodean. Pero no esta vez. No pocos millones de
especies (conocidas) se extinguirán por nuestra incompetencia. Me pone más que
enfermo. No digo que los humanos deberíamos desaparecer, ni mucho menos. Hemos
hecho cosas geniales a lo largo de la historia, pero sí cambiar. Sí abrir los
ojos y darnos cuenta de la realidad. De lo que hacemos a diario. Únicamente
fijándonos de verdad en nuestros actos cotidianos marcaríamos un cambio. Sí,
por supuesto, sería un grano de arena minúsculo, pero mejor añadirlo a la parte
de arriba del reloj que a la de abajo. Y sólo sería el principio. Somos
demasiados. Es un hecho, no una opinión. Y cada vez somos más. Y vamos a seguir creciendo. Nadie es quien
para decirles a una pareja de enamorados que no pueden tener un hijo así de
buenas a primeras, sería una estupidez. Pero algo hay que hacer. Quizás suene
drástico, pero es eso o expandirnos fuera de la tierra, y aunque me gustaría verlo,
no llegaremos a tiempo. Hablo de lo que propone la serie Utopía. Volviendo al
hilo central, mirad a vuestro alrededor. Observad. Sólo eso. No digo que hagáis
nada, únicamente mirad y pensad en lo que veis. Y luego en el espejo. Todos
tendemos a pensar que son los demás y no yo quienes lo hacen mal. Pero no es
así. Todos y cada uno de nosotros somos igual que los demás. La estamos cagando
y es un trabajo de equipo. Y eso es lo único bueno que se puede sacar de todo
esto. Estamos trabajando en equipo, aunque sea para destruir nuestro hogar y a
nosotros mismos con él. Enhorabuena.
Iván.
15-5-15
lunes, 27 de abril de 2015
Fragmento del primer todo.
Antes de nada quiero dejar claro que esto es un fragmento de un experimento que he hecho, no puede haber ni separación entre párrafos ni rectificaciones. Escribir conforme se piensa. Es simple. Por eso quizás la estructura y la redacción no son muy elaboradas.
Abrió pausadamente los ojos, sintiendo como la luz, que se colaba a través de las translucidas cortinas, le provocaba un ardor sorprendentemente reconfortante. Luz. Echaba de menos la luz. De pronto, se sobresaltó. Luz. No podía ser, debía ser un sueño, pero todo era demasiado real como para que fuera así. Lentamente, como temeroso de romper el hechizo que le estaba otorgando nuevamente la visión, se incorporó en el lecho. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que pudo ver el mundo que le rodeaba y se vio forzado a refugiarse en su interior. Pletórico, saltó de la cama. El miedo había desaparecido. ¡Volvía a ver! Podía distinguir los colores, ¡y qué colores! Cada objeto con su tonalidad. Las sábanas con ese naranja que incitaba al sueño. Naranja. Sus sábanas eran naranjas y ahora lo descubría. Se acercó incrédulo a la ventana y pudo ver como se extendía ante su recuperada vista una extensión verde y azul. Bosque y cielo. El bosque por el que le gustaba pasear cuando era niño. Llevaba viviendo en esa casa desde el accidente causante de su separación del mundo exterior. La casa de su infancia. Qué grande se le antojaba el día anterior. Que pequeño veía el bosque ahora. Salió enérgicamente del dormitorio, como quien acaba de ser padre. Podía ver. Aún no lo creía posible, pero negar lo evidente es de necios. Ahora podría viajar. Podría ver realmente el mundo. No era tarde, tenía tiempo. Sí. Decidió llamar a un taxi para que le llevara a alguna agencia de viajes. ¡Leer! También podría leer. La mayoría de libros nadie se molesta en traducirlos a braille. Desde la oficina le dijeron que el taxi llegaría en media hora, pues se encontraba algo alejado del resto de la ciudad. Decidió darse una ducha, pero al entrar en el baño se miró en el espejo. Era viejo. Demasiado viejo. Su rostro surcado de arrugas contenía a los dos pozos donde se hallaban sus ojos. Su piel, holgada, no hacía más que recordarle los años que había pasado sin vista. Daba igual. Todo eso daba igual. Lo importante era el presente: podía ver. Se dio una fugaz ducha y salió a la puerta a esperar al taxista que iba de camino a su casa. Miró a su alrededor. El cielo, de un azul más intenso del que podía recordar, le sonreía, recibiéndole de nuevo. Respiró profundamente y hasta el aire le pareció otro. Más vivo. Más. El taxi llego entre una preciosa nube de polvo por la que se reflejaban los rayos del sol. El mundo era precioso. Sí. Abrió la puerta y se acomodó en el asiento trasero. Saludó al chófer y supo que siempre recordaría su faz. Una cara. El taxi aceleró de nuevo. Tardarían aproximadamente tres cuartos de hora hasta la agencia de viajes, así que se arrebujo en su chaquetilla de lana y decidió dormir durante el trayecto, pues se había despertado antes de lo que acostumbraba. Inspiró profundamente mientras miraba por la ventanilla como desfilaban los arboles al borde de la carretera. Le daban la bienvenida y le escoltaban durante el camino que marcaría un antes y un después en su vida. Cerró los ojos e intentó dormir. De pronto se hallaba de nuevo en su cama. Un sentimiento de temor invadió todo su ser. Abrió los ojos. Oscuridad. Pulso el despertador de su mesita que decía la hora por un altavoz que contenía. “Doce y dieciocho a eme” No. No, se repitió. No podía ser. La desesperación invadió todos los rincones de su ser, produciéndole una amargura como nunca antes había sentido. Removiéndose entre la ira decidió algo. Tomó una determinación. Palpó la mesita de noche hasta que encontró el bastón que reposaba apoyado en ella. Lo extendió y se alzó de la cama. Temblorosamente comenzó a andar. La estancia estaba completamente en silencio excepto por su respiración tensa y el ruido producido por el extremo de aquello que usaba como apoyo al chocar contra todo objeto en su camino. Al fin llegó a su destino. Supo, gracias a la ráfaga de aire que le recibió, que el balcón estaba abierto. Dejo caer el bastón de forma que cualquiera podría haber dicho que fue un accidente. Puso las manos, ya firmes, sobre la baranda y pasó una pierna sobre ella. Después la otra. Se hallaba encaramado al balcón por la parte exterior. Realizó una última inspiración y abrió las manos, cayendo al vacío.
3-3-15
Iván.
miércoles, 15 de abril de 2015
Fragmento del primer todo.
Antes de nada quiero dejar claro que esto es un fragmento de un experimento que he hecho, no puede haber ni separación entre párrafos ni rectificaciones. Escribir conforme se piensa. Es simple. Por eso quizás la estructura y la redacción no son muy elaboradas.
Abrió
pausadamente los ojos, sintiendo como la luz, que se colaba a través de las
translucidas cortinas, le provocaba un ardor sorprendentemente
reconfortante. Luz. Echaba de menos la luz. De pronto, se sobresaltó. Luz. No
podía ser, debía ser un sueño, pero todo era demasiado real como para que fuera
así. Lentamente, como temeroso de romper el hechizo que le estaba otorgando nuevamente
la visión, se incorporó en el lecho. Habían pasado más de treinta años desde la
última vez que pudo ver el mundo que le rodeaba y se vio forzado a refugiarse
en su interior. Pletórico, saltó de la cama. El miedo había desaparecido.
¡Volvía a ver! Podía distinguir los colores, ¡y qué colores! Cada objeto con su
tonalidad. Las sábanas con ese naranja que incitaba al sueño. Naranja. Sus
sábanas eran naranjas y ahora lo descubría. Se acercó incrédulo a la ventana y
pudo ver como se extendía ante su recuperada vista una extensión verde y azul.
Bosque y cielo. El bosque por el que le gustaba pasear cuando era niño. Llevaba
viviendo en esa casa desde el accidente causante de su separación del mundo
exterior. La casa de su infancia. Qué grande se le antojaba el día anterior.
Que pequeño veía el bosque ahora. Salió enérgicamente del dormitorio, como quien acaba de ser padre. Podía ver. Aún
no lo creía posible, pero negar lo evidente es de necios. Ahora podría viajar.
Podría ver realmente el mundo. No era tarde, tenía tiempo. Sí. Decidió llamar a
un taxi para que le llevara a alguna agencia de viajes. ¡Leer! También podría
leer. La mayoría de libros nadie se molesta en traducirlos a braille. Desde la
oficina le dijeron que el taxi llegaría en media hora, pues se encontraba algo
alejado del resto de la ciudad. Decidió darse una ducha, pero al entrar en el
baño se miró en el espejo. Era viejo. Demasiado viejo. Su rostro surcado de
arrugas contenía a los dos pozos donde se hallaban sus ojos. Su piel, holgada,
no hacía más que recordarle los años que había pasado sin vista. Daba igual.
Todo eso daba igual. Lo importante era el presente: podía ver. Se dio una fugaz
ducha y salió a la puerta a esperar al taxista que iba de camino a su casa.
Miró a su alrededor. El cielo, de un azul más intenso del que podía recordar,
le sonreía, recibiéndole de nuevo. Respiró profundamente y hasta el aire le
pareció otro. Más vivo. Más. El taxi llego entre una preciosa nube de polvo por
la que se reflejaban los rayos del sol. El mundo era precioso. Sí. Abrió la
puerta y se acomodó en el asiento trasero. Saludó al chófer y supo que siempre
recordaría su faz. Una cara. El taxi aceleró de nuevo. Tardarían
aproximadamente tres cuartos de hora hasta la agencia de viajes, así que se
arrebujo en su chaquetilla de lana y decidió dormir durante el trayecto, pues
se había despertado antes de lo que acostumbraba. Inspiró profundamente
mientras miraba por la ventanilla como desfilaban los arboles al borde de la
carretera. Le daban la bienvenida y le escoltaban durante el camino que
marcaría un antes y un después en su vida. Cerró los ojos e intentó dormir. De
pronto se hallaba de nuevo en su cama. Un sentimiento de temor invadió todo su
ser. Abrió los ojos. Oscuridad. Pulso el despertador de su mesita que decía la
hora por un altavoz que contenía. “Doce y dieciocho a eme” No. No, se repitió.
No podía ser. La desesperación invadió todos los rincones de su ser,
produciéndole una amargura como nunca antes había sentido. Removiéndose entre
la ira decidió algo. Tomó una determinación. Palpó la mesita de noche hasta que
encontró el bastón que reposaba apoyado en ella. Lo extendió y se alzó de la
cama. Temblorosamente comenzó a andar. La estancia estaba completamente en
silencio excepto por su respiración tensa y el ruido producido por el extremo
de aquello que usaba como apoyo al chocar contra todo objeto en su camino. Al
fin llegó a su destino. Supo, gracias a la ráfaga de aire que le recibió, que
el balcón estaba abierto. Dejo caer el bastón de forma que cualquiera podría
haber dicho que fue un accidente. Puso las manos, ya firmes, sobre la baranda y
pasó una pierna sobre ella. Después la otra. Se hallaba encaramado al balcón
por la parte exterior. Realizó una última inspiración y abrió las manos,
cayendo al vacío.
3-3-15
Iván.
jueves, 9 de abril de 2015
Jazz
Hacía un par
de horas, quizás más, que había anochecido. Caía una fina llovizna que no
llegaba a empapar por falta de fuerzas, pero que era capaz de forzar a aquellos
que aún deambulaban a buscar cobijo. Había varias opciones a pesar de no ser
víspera de festivo. Un viejo bar rebosante de almas cansadas sin vida en sus
ojos, del que salía un humo con olor a alquitrán. Las nubes de gas se elevaban,
penosamente debido a la lluvia, hacia el oscuro cielo que cubría la noche
vacía. “Nunca hay estrellas en las ciudades” se dijo. A parte de ese antro,
solamente otro local le llamó la atención, de él surgía un lento jazz que le
envolvió y le sedujo hacia su interior. Al entrar, una anaranjada luz le
iluminó el mojado rostro.
El interior,
idéntico al de todos los locales de aquel estilo, le reconfortó. Un piano
sonaba acompañado por una melancólica trompeta. “Curioso”, reflexionó. Pensaba
que el jazz únicamente era bueno expresando alegría, ¿cómo podría aquel dueto
en conjunción hacerle rememorar tales recuerdos? Cerró los ojos, frotándolos,
como si con ello pudiera borrar las evocaciones que se habían formado en su
retina.
Pesadamente,
se arrastró hasta una de las mesas rodeadas casi por completo por un mullido
sofá de tonos burdeos, donde se dejó caer, aguardando a que llegara la camarera
a tomarle nota. En ese breve lapso de tiempo, pudo observar cómo se contraían
los músculos del trompetista pese al lento ritmo que llevaba. Sudaba. Estaba
vaciándose en aquellas profundas notas. Pidió un bourbon, el cual le fue
servido con sorprendente ligereza. Agitó el vaso con los hielos, haciéndolos
sonar contra las paredes de cristal que los contenían. Elevó el licor hasta sus
labios, sintiendo como calentaba su interior, y cerrando los ojos para
disfrutar de ese alma hecha música.
31-3-15
Iván
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