Hacía un par
de horas, quizás más, que había anochecido. Caía una fina llovizna que no
llegaba a empapar por falta de fuerzas, pero que era capaz de forzar a aquellos
que aún deambulaban a buscar cobijo. Había varias opciones a pesar de no ser
víspera de festivo. Un viejo bar rebosante de almas cansadas sin vida en sus
ojos, del que salía un humo con olor a alquitrán. Las nubes de gas se elevaban,
penosamente debido a la lluvia, hacia el oscuro cielo que cubría la noche
vacía. “Nunca hay estrellas en las ciudades” se dijo. A parte de ese antro,
solamente otro local le llamó la atención, de él surgía un lento jazz que le
envolvió y le sedujo hacia su interior. Al entrar, una anaranjada luz le
iluminó el mojado rostro.
El interior,
idéntico al de todos los locales de aquel estilo, le reconfortó. Un piano
sonaba acompañado por una melancólica trompeta. “Curioso”, reflexionó. Pensaba
que el jazz únicamente era bueno expresando alegría, ¿cómo podría aquel dueto
en conjunción hacerle rememorar tales recuerdos? Cerró los ojos, frotándolos,
como si con ello pudiera borrar las evocaciones que se habían formado en su
retina.
Pesadamente,
se arrastró hasta una de las mesas rodeadas casi por completo por un mullido
sofá de tonos burdeos, donde se dejó caer, aguardando a que llegara la camarera
a tomarle nota. En ese breve lapso de tiempo, pudo observar cómo se contraían
los músculos del trompetista pese al lento ritmo que llevaba. Sudaba. Estaba
vaciándose en aquellas profundas notas. Pidió un bourbon, el cual le fue
servido con sorprendente ligereza. Agitó el vaso con los hielos, haciéndolos
sonar contra las paredes de cristal que los contenían. Elevó el licor hasta sus
labios, sintiendo como calentaba su interior, y cerrando los ojos para
disfrutar de ese alma hecha música.
31-3-15
Iván
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