Antes de nada quiero dejar claro que esto es un fragmento de un experimento que he hecho, no puede haber ni separación entre párrafos ni rectificaciones. Escribir conforme se piensa. Es simple. Por eso quizás la estructura y la redacción no son muy elaboradas.
Abrió
pausadamente los ojos, sintiendo como la luz, que se colaba a través de las
translucidas cortinas, le provocaba un ardor sorprendentemente
reconfortante. Luz. Echaba de menos la luz. De pronto, se sobresaltó. Luz. No
podía ser, debía ser un sueño, pero todo era demasiado real como para que fuera
así. Lentamente, como temeroso de romper el hechizo que le estaba otorgando nuevamente
la visión, se incorporó en el lecho. Habían pasado más de treinta años desde la
última vez que pudo ver el mundo que le rodeaba y se vio forzado a refugiarse
en su interior. Pletórico, saltó de la cama. El miedo había desaparecido.
¡Volvía a ver! Podía distinguir los colores, ¡y qué colores! Cada objeto con su
tonalidad. Las sábanas con ese naranja que incitaba al sueño. Naranja. Sus
sábanas eran naranjas y ahora lo descubría. Se acercó incrédulo a la ventana y
pudo ver como se extendía ante su recuperada vista una extensión verde y azul.
Bosque y cielo. El bosque por el que le gustaba pasear cuando era niño. Llevaba
viviendo en esa casa desde el accidente causante de su separación del mundo
exterior. La casa de su infancia. Qué grande se le antojaba el día anterior.
Que pequeño veía el bosque ahora. Salió enérgicamente del dormitorio, como quien acaba de ser padre. Podía ver. Aún
no lo creía posible, pero negar lo evidente es de necios. Ahora podría viajar.
Podría ver realmente el mundo. No era tarde, tenía tiempo. Sí. Decidió llamar a
un taxi para que le llevara a alguna agencia de viajes. ¡Leer! También podría
leer. La mayoría de libros nadie se molesta en traducirlos a braille. Desde la
oficina le dijeron que el taxi llegaría en media hora, pues se encontraba algo
alejado del resto de la ciudad. Decidió darse una ducha, pero al entrar en el
baño se miró en el espejo. Era viejo. Demasiado viejo. Su rostro surcado de
arrugas contenía a los dos pozos donde se hallaban sus ojos. Su piel, holgada,
no hacía más que recordarle los años que había pasado sin vista. Daba igual.
Todo eso daba igual. Lo importante era el presente: podía ver. Se dio una fugaz
ducha y salió a la puerta a esperar al taxista que iba de camino a su casa.
Miró a su alrededor. El cielo, de un azul más intenso del que podía recordar,
le sonreía, recibiéndole de nuevo. Respiró profundamente y hasta el aire le
pareció otro. Más vivo. Más. El taxi llego entre una preciosa nube de polvo por
la que se reflejaban los rayos del sol. El mundo era precioso. Sí. Abrió la
puerta y se acomodó en el asiento trasero. Saludó al chófer y supo que siempre
recordaría su faz. Una cara. El taxi aceleró de nuevo. Tardarían
aproximadamente tres cuartos de hora hasta la agencia de viajes, así que se
arrebujo en su chaquetilla de lana y decidió dormir durante el trayecto, pues
se había despertado antes de lo que acostumbraba. Inspiró profundamente
mientras miraba por la ventanilla como desfilaban los arboles al borde de la
carretera. Le daban la bienvenida y le escoltaban durante el camino que
marcaría un antes y un después en su vida. Cerró los ojos e intentó dormir. De
pronto se hallaba de nuevo en su cama. Un sentimiento de temor invadió todo su
ser. Abrió los ojos. Oscuridad. Pulso el despertador de su mesita que decía la
hora por un altavoz que contenía. “Doce y dieciocho a eme” No. No, se repitió.
No podía ser. La desesperación invadió todos los rincones de su ser,
produciéndole una amargura como nunca antes había sentido. Removiéndose entre
la ira decidió algo. Tomó una determinación. Palpó la mesita de noche hasta que
encontró el bastón que reposaba apoyado en ella. Lo extendió y se alzó de la
cama. Temblorosamente comenzó a andar. La estancia estaba completamente en
silencio excepto por su respiración tensa y el ruido producido por el extremo
de aquello que usaba como apoyo al chocar contra todo objeto en su camino. Al
fin llegó a su destino. Supo, gracias a la ráfaga de aire que le recibió, que
el balcón estaba abierto. Dejo caer el bastón de forma que cualquiera podría
haber dicho que fue un accidente. Puso las manos, ya firmes, sobre la baranda y
pasó una pierna sobre ella. Después la otra. Se hallaba encaramado al balcón
por la parte exterior. Realizó una última inspiración y abrió las manos,
cayendo al vacío.
3-3-15
Iván.
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